El pasado 28 de octubre el cohete Antares, que portaba la nave espacial Cygnus de Orbital Sciences hacia la Estación Espacial Internacional, estalló en el momento de su despegue. La propia compañía privada contratada por la Nasa para el abastecimiento de suministros a la tripulación del laboratorio espacial confesó que, al detectar un problema en el sistema de despegue, apretó en el último segundo el botón de autodestrucción para evitar toda posibilidad de que el lanzador causara males mayores, ya que el fallo evidenció que el cohete no sería capaz de llegar a la órbita".
En esos mismos días, aquí entre nosotros, el Gobierno abortó el despegue de Aena, la empresa pública gestora de la red de aeropuertos españoles, hacia la Bolsa justo al final de la cuenta atrás del lanzamiento. La vicepresidenta del Ejecutivo, Soraya Sáenz de Santamaría, explicó ante los medios informativos que “en el análisis y control, que por parte de los órganos de Gobierno se tiene de la operación de la privatización se pone de manifiesto que puede haber un problema contractual sobre la relación que se tenía con la empresa encargada de la auditoría y se ha decidido solventarlo”.
“No hay marcha atrás para la salida a Bolsa de Aena”, había dicho solemnemente el director de la Oficina Económica del Presidente del Gobierno, álvaro Nadal, el pasado día 28, consciente sin duda de que el ejecutivo iba a abortar al día siguiente la cuenta atrás de la marcha adelante.
El mismo Gobierno que el pasado 13 de junio aprobaba el proceso de privatización de Aena, cuatro meses y medio después aprobaba su suspensión. Si a mediados de año, la ministra de Fomento, Ana Pastor, anunciaba el calendario con los pasos decisivos de la enajenación de la mitad de la empresa pública -que fueron seguidos puntualmente hasta el final de la cuenta atrás-, ahora se suspendía sine die.
¿Tan difícil resulta establecer el cronograma de la solución del “problema contractual” encontrado? ¿O es que realmente se deja “ad calendas graecas” la decisión de solventarlo? Es decir, como apuntaba un comentario de Actualidad Aeroespacial de días pasados, ¿estamos ante un vuelo de Aena “delayed” o “cancelled”? Todos sabemos que en la agenda del Ministerio de Fomento existía prisa por culminar el proceso de privatización de Aena antes de comenzar 2015, un año electoral con comicios municipales, comunitarios y generales de resultados más que inciertos, oscuros para el partido gobernante, para el que tampoco el mes recientemente concluido trajo vientos propicios políticamente hablando.
Y más de uno se pregunta, con los millones de euros gastados en asesores y consultores, coordinadores y asistentes jurídicos, con lo que ha costado la operación, nadie había caído en la cuenta hasta el último segundo de la existencia de un pequeño fallo “de procedimiento”, de un “problema contractual”? ¿O es que tal vez al final se vio que el lanzador, como el Antares, no sería capaz de poner a Aena en la órbita bursátil deseada? ¿Acaso -como se malician muchos- ni el mayor gestor aeroportuario del mundo vale tanto ni había tantos inversores seducidos e interesados por participar en él, como publicitaban sus actuales gestores?
Algunos ven en la explicación de la vicepresidenta del Gobierno un reproche claro y contundente de la gestión de la operación. Si el Ejecutivo pide que “esa tarea se haga conforme a la Ley de Contratos con la más absoluta transparencia y con el más absoluto respeto a la legalidad administrativa vigente”, es que no se había hecho así. Y a todo esto ¿qué ha dicho el Ministerio de Fomento o Enaire -el agente gestor de la privatización y empresa pública matriz de Aena- o la propia sociedad gestora aeroportuaria privatizable? Nadie de éstos ha explicado qué ha sucedido exactamente para que en el último minuto de la cuenta atrás de la operación estallara la privatización más importante de las dos últimas décadas. Nadie por ahora ha asumido la autoría del fracaso, nadie ha sido cesado ni ha presentado su dimisión. ¿Hay algún responsable por ahí?