Desengáñense ustedes. La realidad y el refranero no siempre coinciden. La sabiduría popular y los proverbios en ocasiones yerran. Créanme, a veces, no vale más lo malo conocido que lo bueno por conocer como tampoco es cierto que cualquier tiempo pasado fue mejor. Doy fe, he conocido malos en grado superlativo, malísimos, pésimos.
No sé ustedes, pero yo, desde luego, no pondría mis intereses al cuidado de un acreditado descuidero ni al recaudo o a la curaduría de un caradura reputado. No se pone a la zorra a cuidar gallinas. Si aceptan un consejo, no empeñen sus bienes y valores en casa de un corrupto ni fíen su tutela al mayordomo infiel que ya les expoliaron una vez o les metieron la mano en el portafolios y en la cartera.
Vamos, que no se fíen, aunque vengan disfrazados con piel de cordero. El lobo es lobo siempre, se vista como se vista. La rapacidad y la depredación las llevan en su ADN; son sus señas de identidad. La pacífica convivencia del lobo y el cordero, del leopardo y el cabrito, el ternero y el león, todos ellos conducidos por un niño pequeño está muy bien para la paz beatífica y paradisíaca profetizada por Isaías. Pero aquí y ahora, el lobo se come al cordero y el cabrito se nos ha hecho muy mayor y crecidito hasta no vean cómo. Pidan referencias.
Ahora bien, si prefieren reconstruir el “nido de víboras” y acunarse en la hura del áspid, allá ustedes. Si quieren volver a tropezar en la misma piedra, es su problema. Pero es mi deber advertírselo. Hombre precavido vale por dos, que más vale prevenir que curar. Y luego no se gana para duelos y quebrantos.
Miren, argumentos para preferir lo bueno por conocer hay para hartarse, sobre todo, cuando nos encontramos con lo malo conocido peor que la carne de pescuezo. Lo malo no cotiza en bolsa, salvo para el oportunista, los depredadores y ventajistas. Allá cada cual. Pero luego no pregunten por quién doblan las campanas. Será por ustedes. No hay mal que cien años dure, pero tampoco cuerpo que lo aguante. La liturgia del suicidio colectivo, al estilo de la secta de James Jones hace años, sería noticia de unos días en los periódicos; luego, la amnesia general y la anestesia local acabarán por adormecer las conciencias y tolerar la maldad y consentir el crimen continuado. La apatía, el desinterés o el descuido y la lentitud de la justicia abonan precisamente el terreno del malvado y desaprensivo. Ya ha ocurrido.
Hay quien dice que lo importante es el futuro. Pero, en realidad, lo que cuenta es el pasado. Contante y sonante. El porvenir es horizonte, incógnita, expectativa, posibilidades, ciento volando. Pero uno es lo que ha sido, su historia, su bagaje, su pasado. Y algunos tienen una hoja de servicios llena de sobresaltos, de ajuste de cuentas con la colectividad y la justicia. La perversión no es un virus que se elimina con fármacos. Es de nacimiento, persistente y reincidente. Genio y figura hasta la sepultura. Y el criminal siempre regresa al lugar del crimen, como el cartero siempre llama dos veces.
No es que uno no crea en la conversión, en la metanoia, en la reinserción y el arrepentimiento del ser humano. Pero estoy seguro de que es una excepción. Es cierto que errar es de hombres y de sabios rectificar. Pero el maligno lleva la maldad en su código genético. Es su profesión, su modo de vida. El malo de la película es malo siempre, es su rol, su papel en el teatro del mundo. Mejor evitarlo, por si acaso no hubiera anticuerpos eficaces.
A algunos se les ve de lejos acercarse hasta la cofradía, sobre todo de noche, que es cuando se activan y desbocan, embozados en la nocturnidad y envueltos en el anonimato de las sombras. Son licenciados en la “treta del mete dos y saca cinco”, oficiales en “dar tiento a una faldriquera con mucha puntualidad y destreza” y expertos en comer “de dos en dos mientras tú callabas”.
Cofradía viene de cofre, esto es, la pasta. De hacer caso al diccionario, cofradía es el gremio o unión de gentes para un fin determinado y también de una agrupación de ladrones o rufianes. En la literatura española, hace siglos, en los años de transición entre el Renacimiento y el Barroco, afloró la picaresca, un género literario narrativo que mostraba lo sórdido de la realidad social: los hidalgos empobrecidos, los miserables desheredados y los conversos marginados frente a caballeros y burgueses enriquecidos que vivían en otra realidad observada por encima de sus cuellos engolados. Pasan los tiempos, permanecen algunas costumbres. Hoy, como ayer, perviven estos personajes.
La situación social crea la figura del pícaro, un ser astuto y marginado que roba para subsistir; es un héroe al revés, ya que destaca por sus fechorías. Cervantes hizo en su “Rinconete y Cortadillo” un retrato de la actividad delictiva de su época que, como bien se ve, se parece en mucho a la nuestra. ¿Qué quieren que les diga? Al lado de nuestros golfos y pícaros de hoy, con título y todo, Rinconete, Cortadillo, Lázaro y el Buscón don Pablos eran simples novicios de una orden mendicante. Vamos, que si a aquellos les dejan un sitio en la cofradía no quedan ni telarañas en el patio de Monipodio.
Es preferible no conocer lo malo. Pero una vez conocido, mejor huir de él como de la peste. Si por la juventud de algunos lectores u otras causas tuvieran la suerte de ignorar lo malo por muchos conocido, infómense, documéntense y escarmienten al menos en cabeza ajena. Si me preguntan por sus señas de identidad, sólo les daré una pista con todo realismo: su profesión es nada y su nombre, nadie.
Francisco Javier Gil