Los 175 controladores acusados por la Fiscalía de un supuesto delito de sedición empezaron a recibir las pertinentes citaciones judiciales como imputados la pasada semana, coincidiendo casi con las últimas horas del año ya finalizado. Su portavoz sindical ha denunciado en los medios de comunicación “el episodio de acoso que se vivió en la torre de control de Palma de Mallorca cuando se hacía entrega de la citación judicial” y ha desvelado que varios de ellos se han dado de baja por la ansiedad que tal citación les produjo.
Es comprensible y lamentable. No es un plato de gusto recibir una cita del Juzgado con una imputación inserta por el Ministerio Fiscal nada menos que de un supuesto delito de sedición que, al parecer, lleva aparejada una posible pena de varios años de cárcel, lo que no es deseable para nadie. Sus abogados se encargarán de intentar evitarlo.
No la hagas y no la temas, que dice el sabio refranero español. Pero lo del acoso y la ansiedad también es tremendo y es de suponer que estén en ello los psicólogos de turno, tan ocupados últimamente con esta enfermedad de los profesionales del control aéreo ahora contagiada a tantos y tan frustrados pasajeros que pretendieron ser usuarios de sus servicios en el “puente” de la Constitución y la Inmaculada, a primeros del pasado mes de diciembre.
¿Cómo se mide la ansiedad de cada uno de los cientos de miles de frustrados pasajeros de aquellos días? ¿Cómo reparar lo irreparable? ¿Cómo recuperar una urgencia abruptamente abortada? ¿Cómo se calma la desesperación de cuantos no pudieron llegar a tiempo al entierro de un ser querido, participar en la boda de un pariente o reunirse en esos días con sus familiares? ¿Cómo se resarce del sufrimiento de tanta gente, no ya acosada, sino atropellada en su libertad y en sus derechos fundamentales, tirada por los aeropuertos, familias con niños pequeños malviviendo atrapadas en salas de espera de terminales, desesperados en una interminable espera sin esperanza? ¿Cómo se cura la decepción de una ilusión costosa tan largamente preparada y tan brusca, repentina y arbitrariamente truncada? ¿Cuántas personas sanas enfermaron aquellos días de ansiedad, estrés y de los nervios? Seguramente no hay ansiolíticos suficientes ni psicólogos bastantes para tratar y atajar tanto mal provocado en aquellos días por unos pocos.
Cierto es que cada enfermo es una enfermedad y que las circunstancias son muy distintas. Pero seguramente a ninguno de los perjudicados por el desplante de los controladores les han preguntado si su estado de acoso y ansiedad les permitía seguir haciendo su vida normalmente, como si tal cosa, trabajando sin más cuidado. A lo mejor había entre los frustrados pasajeros cirujanos que tenían que operar o esperaba en un hospital algún paciente pendiente de un trasplante que esa noche no llegó. No se sabe de ninguno de los desesperanzados e impedidos pasajeros que haya pedido la baja en su trabajo por el acoso y la ansiedad causada posiblemente por el caos aéreo en aquellas fechas.
Porque esa ansiedad no cuenta. No hay cámaras ni micrófonos disponibles que la recoja. No tiene cabida en las emisoras de televisión y en las radios. Apenas si se hacen eco en los periódicos. No tiene portavoces como el poderoso sindicato de controladores que están en todo momento radiando, minuto y resultado, el estado de ansiedad de sus afiliados, controlando no ya el tránsito aéreo, sino la opinión pública, contrarrestando y contraprogramando la ansiedad, el acoso y derribo de la libertad de una inmensa mayoría de sus conciudadanos por los que no sintieron piedad ni consideración en aquél día y que, por cierto, son los que les pagan ¡y mucho! Pero de éstos ¡ay! nadie se ocupa. Nadie mide su ansiedad y la intensidad de su desgracia. ¡Que se cuiden solos y calladitos! Y que sigan pagando, claro.