A raíz de nuestras últimas noticias y comentarios sobre determinados pasos que se vienen dando en el Colegio de Aeronáuticos con el acceso a su Directiva del equipo de Felipe Navío, han llegado hasta nosotros numerosas opiniones de colegiados, en su mayoría a favor de lo que aquí se comentaba, pero también algunas en contra.
A todos hemos procurado responder y agradecer personalmente sus correcciones, felicitaciones y comentarios. Muy especialmente a cuantos con corrección nos han manifestado sus reproches y reprimendas. A éstos precisamente les hemos brindado la oportunidad de expresar públicamente sus discrepancias en nuestro diario, pero han declinado la oferta. Y quienes piensen de otra manera sepan que tienen a su disposición este periódico digital para que, correctamente y acreditando su identidad personal, puedan hacer uso de su derecho a la libertad de expresión y dejar constancia de su disconformidad. Algo que no tuvieron la delicadeza de ofrecernos quienes, utilizando en su propio beneficio personal y particular medios oficiales colectivos y en contra de pronunciamientos judiciales, mintieron, nos calumniaron, injuriaron, insultaron y descalificaron reiteradamente en nuestra ausencia o en ámbitos, publicaciones y web de carácter restringido a los que no tuvimos acceso y, por consiguiente, jamás dispusimos de la posibilidad de defensa. O usaron esbirros, lacayos y sicarios para excretar la basura cargada o generada por sus propias mentiras, injurias, insultos y calumnias mediante anónimos o con seudónimos -perfectamente reconocibles, a pesar de todo, bajo su disfraz-, que de todo hemos padecido y en abundancia.
No se trata de hurgar en ese estercolero ni zambullirse en el muladar. ¡Si supieran la cantidad de denuncias e informaciones que nos han llegado y de las que no nos hemos hecho eco! No sólo ahora, al término de esta deplorable etapa por la que ha atravesado en los tres últimos años el Colegio de Aeronáuticos. Guardamos archivos repletos de escritos, confidencias y correos de corresponsales a los que no conocemos personalmente, de “colegiados de a pie, que además de pagar religiosamente las cuotas anuales, sólo han sido observadores atónitos del fruto de acusaciones mutuas sobre malversaciones…” y que confiesan “estar avergonzados de la profesión por lo que pasó”, como dicen algunos. Y también testimonios, delaciones, acusaciones graves, por escrito incluso, de otros que han vivido de cerca y hasta han participado en la dirección y la gestión del Colegio hasta fechas muy recientes. Otras veces son invitaciones para publicar esto o aquello.
Imaginamos que algunas de estas informaciones y revelaciones son interesadas e incluso sectarias. Por eso decimos y hacemos como Machado: “desdeño las romanzas de los tenores huecos/ y el coro de los grillos que cantan a la luna./ A distinguir me paro la voces de los ecos/ y escucho solamente, entre las voces, una”. La voz del sentido común, la de la verdad contrastada, conocida y comprobada por nosotros mismos y por nuestros propios medios; lo visto con nuestros ojos.
En torno a lo que tuvo fin con las pasadas elecciones colegiales se ha montado entre nuestros interlocutores toda una coreografía necrológica. Frente a quienes celebran la festividad del santo francés de Tours relacionándole con la ceremonia ritual española de la matanza y la chacina, los hay más pragmáticos que invocan el principio de “muerto el perro, se acabó la rabia” o recurren al “burro muerto y la cebada al rabo”. Otros finalmente abogan por la “ley del silencio” y la “omertá corporativista”.
No estamos del todo de acuerdo en esto con los que, esgrimiendo la teoría ontológica aristotélica de la causalidad eficiente -removida la causa, desaparece el efecto-, reclaman el olvido, la amnesia y la anestesia, una especie de ley de punto final, una amnistía del pasado más reciente. La iniquidad, la traición y la mentira no prescriben. La responsabilidad de la mala conciencia no se extingue. La Ley, los Estatutos y el Reglamento están por encima de los sentimientos más compasivos y generosos.
Tampoco podemos compartir el criterio de cuantos apelan a la inutilidad de querer remediar algo toda vez que ya ha pasado la ocasión. No se trata de abrir un proceso inquisitorial que culmine en el castigo o sanción para satisfacción del espíritu de venganza. Creemos que el objeto de la investigación histórica no sólo consiste en averiguar la verdad de los hechos, sino que intenta, fundamentalmente, que una vez conocidos éstos, no puedan repetirse.
Por último, están quienes -los menos- se muestran favorables al mito de los tres monos sabios o místicos del santuario japonés Toshogu, en Nikko: “no oir, no ver y callar” y se plantean: “¿A qué viene ahora aventar los trapos sucios de la ‘edad de hojalata’ -así consideran la triste etapa ya superada de los últimos tres años y medio- del COIAE?” O ¿por qué “airear todas nuestras vergüenzas ante la sociedad?”. Pues, sencillamente porque el silencio nos hace cómplices. Los ha hecho ya. A este propósito debemos recordar que nuestro ordenamiento jurídico, concretamente el artículo 262 de la ley de Enjuiciamiento Criminal, obliga a quienes por razón de sus cargos, profesiones u oficios tuvieren noticia de cualquier irregularidad o de algún delito público a denunciarlo inmediatamente ante la sociedad.
Es cierto que algunos lo hicieron hace casi cuatro años y, en realidad, poco caso se les hizo. Ni la Justicia ni el propio Colegio parece que se tomaron muy en serio las denuncias de antaño. ¿Para qué sirven entonces tantas confesiones y comentarios dirigidos con posterioridad a un periódico como éste, acusaciones y testimonios que más parecen fotografías del museo de los horrores o relatos más propios de la “Historia Universal de la Infamia” que narrara Borges? Claro que siempre es más fácil sacrificar al mensajero. Y volviendo a Machado y, concretamente, a su “Juan de Mairena”, “la verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero”. Pero, ¿será verdad cuanto nos cuentan? ¿O tal vez se trata de exageraciones interesadamente manufacturadas? ¿Buscarán algún objetivo oscuro e inconfesable? No sabemos. De ahí que hayamos preferido distinguir machadianamente las voces de los ecos, contrastar los datos, buscar la verdad hasta encontrarla y verla con nuestros propios ojos, que es lo que los griegos llamaban “autopsia”, y es lo que ésta en realidad significa genuina y etimológicamente.
No; no podemos compartir la estrategia de la “omertá” o el silencio cómplice ni consideramos inútil la investigación y comprobación de los hechos afortunadamente ya pasados. Las acusaciones son serias. Muertos el can o el asno, creemos que lo que se hace indispensable no es el silencio, sino la autopsia, como pensaban los griegos, o la necropsia, obducción o examen post mortem en busca de la verdad. Porque, a lo peor, no era rabia, sino otra cosa bastante más terrible y contagiosa la causa de la muerte. Aún queda mucho por conocer, por ver, oir y decir. Está en manos de los forenses, de los auditores, de los investigadores, el análisis, la disección con el fin de obtener la información anatómica suficiente sobre el origen, naturaleza, extensión y complicaciones de la enfermedad que sufrió en vida el occiso y que permite formular un diagnóstico médico final o definitivo, saber de qué murió exactamente, examinar meticulosamente cuál fue la etiología del eccema de este eccehomo de cuerpo presente.
O a lo mejor tiene razón la mayoría de nuestros corresponsales y el óbito sólo fue una circunstancia relativa al calendario y al santoral convirtiendo en movible la fiesta de San Martín de Tours. De todas formas, efectivamente, las pasadas elecciones se celebraron en época de matanza.